sábado, 22 de mayo de 2010

UN CUENTO CON DEMONIO INCLUIDO, DE ANA MARÍA SHUA

SARA Y EL DEMONIO ASMODEO

Ilustración de Jorge Sanzol
Ilustraciones de Jorge Sanzol

Había una vez, en una ciudad del país de los medos, una muchacha hermosa que se llamaba Sara. Muchos hombres podrían haberla cortejado por sus ojos negros, tan alegres, y también por la fortuna de su padre. Pero todos sabían en Ecbátana que Sara amaba a Uriel, y a él estaba prometida.

Sara y Uriel se conocían desde niños, sus casas eran vecinas y las dos familias estaban felices de concretar esa unión que tanto convenía a todos: la unión de dos jóvenes que se amaban y la unión de los dos rebaños de ovejas más importantes de la región, que cada uno iba a heredar.

Pero los novios no pensaban en las ovejas: pensaban cada uno en el otro y estaban impacientes por encontrarse en el lecho nupcial. Cuando Sara cumplió los quince años y Uriel tuvo diecisiete, se realizaron las bodas, con bailes y festejos y un enorme festín en el que participaron también los pobres de la ciudad.

Esa noche, después del baño ritual y la ceremonia, Sara esperó a Uriel en su habitación. Lo esperó con ansiedad, con miedo, con alegría, y no tuvo que esperarlo mucho. El muchacho se acercó suavemente a su mujer, la tomó en sus brazos, la besó con amor y con deseo. Y entonces cayó hacia atrás, sobre la cama. Tenía la cara muy blanca, los ojos cerrados, una expresión extraña que Sara nunca le había visto.

Sara pensó que Uriel quería jugar: era una broma. Riendo, se dejó caer hacia atrás al lado de su esposo, en la misma posición que él, con una pierna torcida y un brazo colgando fuera de la cama. "Veremos quién puede más", se dijo. Y como era una joven de carácter fuerte, se quedó un buen rato inmóvil y en silencio: hasta que no le importó darse por vencida y abrazarlo.

Pero Uriel no respondió a su abrazo. Su piel estaba fría. Sus brazos eran muy pesados. Cuando Sara puso su boca sobre la de él, no sintió su aliento. Cuando le abrió los ojos, los encontró dados vuelta, blancos debajo de los párpados.

Sara lanzó un grito horrible. Estaba acostada al lado de un cadáver. En ese momento un grupo de bailarinas alegraba la fiesta con sus pandereteas. Apenas un eco amortiguado de su grito llegó hasta los invitados, que sonrieron y volvieron a brindar por los jóvenes esposos.

En el cuarto de Sara una extraña figura, traslúcida y roja como una llama, empezaba a tomar cuerpo: era Asmodeo, el Rey de los Demonios.

—Te amo, Sara, mucho más de lo que puede querer un hijo de hombre. Serás mía o no seras de nadie. Si me rechazas, ningún hombre de la tierra podrá ser tu esposo: como Uriel, todos morirán antes de tenerte. Y sobre tu cabeza caerán los crímenes que me obligarás a cometer.

Sara cayó de rodillas. Trató de rezar. Aunque las palabras no salían de su garganta cerrada por el horror, a medida que las sentía formarse en sus labios y en su mente, la monsturosa figura de Asmodeo se iba haciendo más y más transparente, hasta desaparecer.

A la mañana siguiente la encontraron todavía inconsciente junto al cadáver de su esposo. Mientras las dos familias rasgaban sus vestiduras y se cubrían la cabeza de cenizas por la muerte de Uriel, Sara permanecía en su cama, desfigurada por la fiebre, con la mirada perdida y diciendo palabras sin sentido en las que se mezclaban los ruegos con el nombre de Uriel y el de Asmodeo.

Un año es el tiempo del luto y después de un año una viuda puede volver a casarse de acuerdo con la Ley. Pero los sabios sacerdotes de Ecbátana dijeron que, como el matrimonio no había sido consumado, no podía considerarse a Sara verdaderamente viuda. Sin embargo, en cuanto se recuperó, la muchacha contó a sus padres lo sucedido y dijo que no se casaría munca más.

Ragüel y Edna, los padres de Sara, no pensaban como ella. Estaban seguros de que el demonio estaba sólo en la imaginación de su hija. Uriel había muerto por una enfermedad súbita y extraña que detuvo su corazón en el momento más importante de su noche de bodas. No era el primer caso del que se tenía noticia, aunque no solía suceder con hombres tan jóvenes. Encontrándose de golpe abrazada a un cadáver, la pobre Sara había perdido momentáneamente la razón. Asmodeo era parte de su delirio.

Consultados médicos y sacerdotes, todos coincidieron en que lo mejor para la joven era volver a casarse lo antes posible, para que las dulzuras del matrimonio le hicieran olvidar la horrible experiencia.

La fortuna de Ragüel seguía siendo tentadora y los ojos de Sara también. Habían perdido su brillo alegre pero la melancolía no los había vuelto menos hermosos. Al contrario, agregaba profundidad a su mirada. Un amigo de Uriel, que siempre había pensado en Sara con amor sin esperanzas, consiguió convencer a sus padres de que pidieran su mano. Habían pasado unos meses y, no habiendo recibido ninguna otra señal del demonio, Sara misma comenzaba a dudar de que el recuerdo de Asmodeo no fuera simplemente una trampa de la fiebre. No estaba enamorada del amigo de Uriel, pero lo conocía desde siempre, no le resultaba desagradable y aceptó la imposición de sus padres.

Esta vez no hubo fiesta, sino una discreta reunión de las dos familias en la que, sin embargo, se bebió y se comió con tanta alegría como era posible en un caso tan particular. Sara se portaba con gentileza hacia sus futuros suegros y hacía esfuerzos por sonreír. Ya estaba totalmente convencida de que Asmodeo había sido un espejismo de su mente. No se sentía asustada. Ni feliz. No podía separar sus pensamientos de Uriel, su primer y único amor.

El segundo esposo de Sara murió sin dolor en el lecho nupcial, antes de consumar su matrimonio.

—No me temas, mi Sara, mi adorada —rugió esta vez Asmodeo—. Jamás te haría daño. Sólo estoy esperando que te entregues a mí por tu propia voluntad. Entretanto, cada día me recreo mirándote. Siempre estoy contigo. A través de puertas y paredes puedo verte, y a través de tus ropas.

Sara no perdió la conciencia. Salió del cuarto gritando desesperada, en busca de ayuda. Sus padres y los padres de su esposo corrieron hacia el lecho donde encontraron el cuerpo del muchacho, todavía caliente pero definitivamente cadáver.

Ahora Edna, la madre de Sara, comenzó a creer a medias en la historia de Asmodeo, pero Ragüel se negaba a aceptarla. Aunque este matrimonio tampoco tenía validez, dejaron pasar el año de luto antes de proponer a Sara otro marido.

—Si antes te lo pedí por ti misma, por tu salud —le dijo su padre, cuando ya no sabía cómo convercerla—, esta vez te lo ruego por tus padres, por la fama de tu familia. Tenemos que demostrar que nada malo sucede en esta casa.

—¡Pero sucede! —gritó Sara.

—Sara, te lo estoy rogando —pidió Ragüel—. Y también te lo ordeno. Muchos mercaderes se niegan a comerciar mi lana y las jóvenes se tapan el rostro cuando oyen el nombre de tus primos y... Sara, no volverá a suceder, es imposible...

Finalmente la muchacha aceptó volver a casarse, sólo porque estaba convencida de que nadie se atrevería a pedir su mano. Era joven y poco sabía del corazón humano. En su tercera noche de bodas (ya no hubo fiesta ni reunión sino apenas una breve y severa ceremonia) logró acercarse al novio y susurrarle en el oído la verdadera historia de sus matrimonios anteriores. El joven se rió con una carcajada algo brutal.

—Sé luchar. Voy a ensartar a ese Asmodeo en el hierro de mi espada y saldré a mostrárselo a mis amigos que me esperan a las puertas de tu casa.

Así supo la joven que la idea de vencer a Asmodeo se había convertido para muchos en un atractivo mayor que las bellezas de su cuerpo, un atractivo casi tan codiciado como la fortuna de su padres.

Sin embargo, cuando el tercer marido murió en la noche de bodas, el cuarto en ofrecerse ya no fue un joven, sino un anciano que no tenía mucho que perder, porque ni siquiera de su propia vida le quedaba mucho. Era un mendigo harapiento al que hubo que bañar y despiojar y vestir para la ceremonia. El cuarto marido se negó a comer o beber en la casa de Sara el día de la boda. Lo mismo hicieron los siguientes.

El quinto marido fue uno de los esclavos de Ragüel, dispuesto a desafiar la maldición con tal de comprar su libertad.

El sexto estaba loco y ya había tratado de terminar con su vida arrojándose al río y comiendo frutos venenosos.

El séptimo fue un extrajero recién llegado de Egipto, un ambiciosos camellero que se negó a escuchar esos ridículos rumores de aldea.

Después de la muerte del camellero nadie más quiso casarse con Sara.

* * *

Las opiniones de los vecinos de Ecbátana estaban divididas. Los más generosos estaban dispuestos a creer que Sara tenía tratos con el demonio Asmodeo, que se había convertido en su verdadero marido y asesinaba, celoso, a sus rivales. Los malintencionados pensaban que Sara era una envenenadora, una demente que gozaba matando a los hombres que la deseaban. Afirmaban, para sostener su opinión, que existen muchas formas de administrar un veneno, no sólo a través de la bebida y los alimentos sino, por ejemplo, frotándolo sobre la piel húmeda.

Un día, una de las esclavas que la servían dejó caer a propósito una copa llena de vino caliente con especias sobre la túnica de Sara. Era la hermana de aquel joven esclavo que había intentado ser su quinto marido. Sara lanzó un grito y quiso castigarla.

—¡Eres tú la que matas a tus maridos! —le gritó la esclava—. ¡Ya has tenido siete, pero ni de uno siquiera has disfrutado! ¿Nos castigas porque se te mueren los maridos? ¡Vete con ellos y que jamás le des nietos a tus padres!

Entonces Sara, con el alma llena de tristeza, se echó a llorar y subió a la habitación de su padre con la intención de ahorcarse.

Ató el cinturón de su túnica de la viga que sostenía el techo y estaba a punto de colocar el lazo sobre su cabeza, cuando de pronto vio su cara reflejada en el metal pulido de un espejo.

Sara tenía diecinueve años y su cara seguía siendo muy joven. Las mejillas estaban cubiertas de una pelusa suave, casi invisible. Se miró las manos, movió los dedos y pensó en la maravilla de la Creación, que permitía, mediante delicadas articulaciones, que esos cilindros de carne y piel y hueso pudieran doblarse hasta cerrarse en un puño y después volver a extenderse al abrir la mano.

"Dios sabe que soy inocente. Demasiado dolor he causado ya a mis padres. Si me mato, se hablará peor aún de mi familia en toda la ciudad. No aceptaré que mi padre, en su ancianidad, baje con tristeza a la mansión de los muertos. " Así pensó Sara. Y decidió, en vez de ahorcarse, rogar al Señor que le enviara la muerte, para no tener que sufrir más insultos, más dolor.

Su oración fue escuchada. Pero en lugar de enviarle al Ángel de la Muerte, el Señor mandó a la Tierra al ángel Rafael, para librar a Sara del demonio.

Y sin embargo, un ángel solo no puede vencer a un demonio, como tampoco puede un mortal y es necesario que los dos se pongan de acuerdo para combatirlo.

* * *

En esos días, lejos de allí, en una ciudad de Asirira, un hombre viejo y ciego buscaba un guía capaz de acompañar a su hijo hasta el país de los medos para cobar una deuda. El muchacho se llamaba Tobías, tenía dieciocho años y muchas ganas de conocer el ancho mundo. Pronto encontró un hombre que se jactaba de conocer todas las rutas y lo llevó ante su padre. El hombre dijo llamarse Azarías, dio pruebas de pertenecer a una buena familia y acordaron un salario razonable por el trabajo de guiar y acompañar al muchacho: un dracma por día.

Tobías y Azarías emprendieron el largo viaje. Iban a pie. El anciano padre de Tobías había perdido su fortuna. Ese dinero que había mandado a cobrar a su hijo era toda la herencia que podía dejarle.

En el camino se descalzaron para atravesar un río poco profundo, de aguas transparentes. De pronto, un gigantesco pez se abalanzó con la boca abierta, listo para devorar uno de los pies desnudos de Tobías. El muchacho gritó y retrocedió asustado, pero Azarías, muy tranquilo, le mostró cómo atrapar al pez tomándolo de las agallas y sacándolo fuera del agua. Lo abrieron en canal para limpiarlo. Su carne parecía buena para comer. Azarías aconsejó tirar el intestino pero guardar el hígado, el corazón y la bilis, que podían ser remedios muy útiles.

Salaron una parte del pescado como provisión para el resto del viaje y asaron el resto allí mismo, a las orillas del río. Mientras comían bajo las estrellas, Azarías comenzó a hablarle a Tobías, como solía hacerlo, de la próxima ciudad que encontrarían en su ruta: Ecbátana, la ciudad de la bella Sara. Tanto habló Azarías de Sara, de su inteligencia, de su fuerza, de su simpatía, de su modestia, de su belleza incomparable, que Tobías empezó a sentir curiosidad.

—Amigo mío, me hablas de esa muchacha como si fueras un casamentero. ¿Acaso quieres que pida su mano?

—Deberías hacerlo —dijo muy serio Azarías—. Ella es de tu misma tribu y su padre es pariente del tuyo.

—¿Me salvaste la vida en el río para que la pierda en la cama de Sara? ¡Desde Ecbátana hasta Asiria ha llegado la fama de esa mujer terrible, cuyos maridos mueren sin sangre en la noche de bodas! —dijo Tobías.

—¿Tienes miedo a los demonios, Tobías? ¿O a los ojos de las muchachas hermosas? —se burló Azarías.

—No temo por mi vida —dijo Tobías—. Es que soy hijo único. ¡Mis padres morirían de pena si algo me pasara!

—Nada te pasará —dijo Azarías— si haces exactamente lo que yo te digo.

La noche era cálida y la brisa traía el olor pesado y dulce de los dátiles maduros. Tanto habló Azarías con la voz de un encantador de serpientes (o con la voz de un ángel), que Tobías sintió encenderse en su corazón un amor inesperado y terrible por esa muchacha a la que todavía no había visto.

Y soñó con ella sin conocerla, y a la mañana siguiente, cuando llegaron a Ecbátana, le rogó a Azarías que lo llevara directamente a la casa de Ragüel.

Edna y Ragüel los recibieron amablemente, como se debe hacer con los viajeros que llegan cansados y polvorientos, sobre todo si se trata de israelitas y gente de la misma tribu. La misma Sara, con el cabello cubierto como una mujer casada, y la cara escondida en el rebozo, les llevó agua para lavarse.

—Mira, Edna —comentó Ragüel, cuando los viajeros se habían lavado y descansado—, cómo se parece este muchacho a mi primo Tobit.

—¡Tobit es mi padre! —dijo Tobías, contento de encontrar algo más en común con la familia de Sara.

Ragüel lo abrazó con mucha emoción, porque hacía mucho que no tenía noticias de aquella rama de su familia que vivía en Asiria. Ordenó matar un carnero del rebaño y preparar un banquete. Mientras esperaban que la comida estuviese guisada, no dejaba de hacerle preguntas a Tobías sobre su padre y su madre.

Pero cuando se sentaron sobre los almohadones del banquete y el dueño de casa empezó a comer, para dar ejemplo a los invitados, Tobías dijo en voz alta.

—Hermano Azarías, di a Ragüel que me dé por mujer a mi amada Sara.

Ragüel se atragantó con un bocado de carne. Empezó a toser con angustia. Las lágrimas saltaban de sus ojos. Tobías le palmeó la espalda y Azarías le dio a beber un vaso de vino.

—Come y bebe, mi querido Tobías —dijo Ragüel, en cuanto se sintió mejor—. Y disfruta de esta noche. Que el Señor te dé paz y en otro momento hablaremos de esto.

—No comeré ni beberé hasta que no me contestes —dijo Tobías.

Y por más que Ragüel intentó convencerlo contándole toda la verdad, el joven se mantuvo firme en sus intenciones. Para Ragüel era espantoso ver morir a los hombres en brazos de Sara, pero más terrible resultaba todavía perder así al hijo de su primo, convertir la alegría del reencuentro en el horror de la muerte.

Sin embargo, tan firme fue Tobías que por fin Ragüel, enojado y también lleno de pena, decidió terminar rápidamente con lo que consideraba un verdadero crimen. Llamó a su mujer Edna, escribió allí mismo en una hoja de papiro el contrato matrimonial, ofreció sus propios anillos para la boda, seguro de recuperarlos muy pronto y ordenó a Edna que preparara una vez más a Sara para otra boda, esa misma noche.

Los preparativos se hicieron en silencio y la ceremonia fue breve y triste. Edna llevó a Sara, que lloraba con desesperación, a una habitación cercana a la del banquete y preparó el lecho.

—Confianza, hija... ten confianza... que tengas alegría en vez de esta tristeza —le decía, tartamudeando, llorando también ella.

Entonces, terminado el banquete, acompañaron a Tobías hasta la habitación de Sara y lo dejaron allí. Pero Ragüel, en lugar de acostarse, llamó a sus esclavos y les mandó cavar una tumba en el jardín de atrás de la casa.

—Vamos a entrerrarlo rápidamente sin que nadie se entere —le dijo a su mujer—. Es extranjero y nadie en la ciudad tiene porqué saber que estuvo aquí.

Entretanto, Sara había recibido una extraña sorpresa. El joven extranjero, en lugar de abalanzarse groseramente sobre ella para caer muerto en el acto, como lo habían hecho sus tres o cuatro últimos maridos, al entrar en su habitación cayó de rodillas y comenzó a rezar. Curiosa pero más tranquila Sara se hincó a rezar a su lado, mirándolo de vez en cuando de reojo. De acuerdo con las instrucciones de su amigo Azarías, Tobías pasó la noche rezando y conversando tranquilamente con Sara.

Todavía era de noche cuando Edna mandó a una esclava para ayudar a Sara a sacar el cadáver. La muchacha volvió corriendo a la habitación de sus amos con la feliz novedad de que el hombre seguía vivo. Ragüel se apresuró a ordenar que la fosa fuera rellenada antes del amanecer, para que Tobías no la viera.

Más tarde, mientras Tobías dormía reuniendo fuerzas para la noche siguiente, Sara le confesó a su madre que el matrimonio todavía no había sido consumado. Por supuesto, esta noticia disminuyó en parte la felicidad que sentían, pero al concocer el extraño comportamiento de Tobías, la familia comenzó a alentar esperanzas. Y Sara ya se permitía sentir algo más que compasión por ese muchacho de gestos firmes, de dulce voz y mirada ardiente pero contenida.

La segunda noche, siguiendo siempre las instrucciones de Azarías, Tobías tampoco se acercó a Sara. Otra vez hablaron como buenos amigos, se miraron, se conocieron y se gustaron. Sara sintió por fin que alguien era capaz de alejar de ella, si no al demonio Asmodeo, por lo menos al recuerdo de su primer amor, el desdichado Uriel.

Y la tercera noche Tobías le dijo a Sara que había llegado el momento. Sara empezó a llorar con amargura.

—¡No me toques, Tobías ¡ ¡Huye! ¡Que no tengan que echarte tierra en los ojos antes de que rompa el día!

Pero Tobías no le contestó. Siguiento las instrucciones de Azarías, sacó de su bolsa un trozo del hígado seco y salado del pescado que había intentado morderlo. Lo puso sobre el brasero donde se quemaban los perfumes que aromaban las casas.

El hígado comenzó a quemarse despidiendo un olor repugnante. Sara tuvo náuseas. Tobías le indicó que se tapara la boca y la nariz con un trozo de tela mojada. Furiosamente rojo, llameante, apareció la horrenda figura del demonio. Estaba loco de odio y amenazó a Tobías con garras de uñas deformadas y tan largas como cuchillos.

—¡Cobarde, hijo de un cobarde y de una puerca inmunda sin narices! ¡Atrévete a luchar contra mí sin ayuda! ¡Apaga ese fuego y veremos quién es más fuerte!

Pero Tobías sabía que no debía responder a los desafíos del demonio. Así como pudo contener durante dos largas noches su inmenso deseo de abrazar a Sara, pudo contenerse ahora ante los insultos del demonio. Sin contestarle, tratando de no mirarlo, elevó una oración.

La puerta de la habitación se abrió de golpe. Apoyada en el marco, a punto de caer, con los vestidos en desorden y cubierta por el polvo de los caminos, estaba la madre de Tobías.

—¡Hijito, mi bien, tanto tiempo sin saber de ti! Hice un viaje muy largo para verte. Estoy agotada. ¡Ese olor maldito me está matando, ayúdame por favor, apaga esas brasas!

Pero Tobías se acercó al brasero y sopló las brasas para avivar el fuego. Y el falso cuerpo de su madre desapareció para dejar paso otra vez a la llama viva de Asmodeo.

Ahora Sara lo llamaba desde un rincón de la habitación. Su cara estaba pálida, sus ojos desencajados y su cuerpo sacudido por las arcadas.

—Me muero, mi amor, sálvame. No voy a poder resistirlo. ¡Apaga las brasas!

Y Tobías soportó ver cómo su amada expulsaba un largo vómito de sangre, cómo caía al suelo retorciéndose de dolor y agonizaba entre gritos desgarradores. Pero no apagó las brasas. Y en el momento de la muerte el falso cuerpo de Sara desapareció para dejar ver nuevamente la llama viva de Asmodeo.

—¡Está bien, ridículo mortal! ¡Esta vez me obligaste! ¡Vas a sentir lo que yo siento!

Y Tobías empezó a sentir en su propio cuerpo las más espantosas torturas, el tormento del fuego y el tormento del hielo, el dolor de sentir que la carne se le separaba de los huesos, pero sobre todo el horror de la asfixia, el humo inmundo del hígado de pescado entrando por sus narices, quemando a su paso la laringe, envolviendo sus pulmones en dolor y en fuego y en muerte. Pero no apagó las brasas.

Entonces Asmodeo se fue. Voló sin despedirse. De un solo salto llegó hasta el Alto Egipto, donde pensaba reunir fuerzas para volver a la batalla. Pero apenas hubo cruzado la puerta de la habitación de Sara, el ángel Rafael dejó el cuerpo de Azarías y voló detrás de él. Tan debilitado estaba Asmodeo, que sin combate lo ató el ángel de pies y manos, encadenándolo con los mágicos eslabones que llevan el nombre de Dios, la única cadena que no puede romper el Rey de los Demonios.

Y esa misma noche Edna y Ragüel, los padres de Sara, tuvieron la inmensa dicha de que empezara una nueva historia: la historia de su primer nieto.

Ilustración de Jorge Sanzol

Sobre Sara y Asmodeo

Durante muchos años busqué demonios para mis cuentos. No me conformaba con demonios comunes, de todos los días: los quería también espantosos, sabios y temibles.

Asmodeo fue uno de los primeros que encontré: el Rey de los Demonios. Muchos dicen que fue el primer hijo de Adán con su mujer-diablo, la feroz Lilith.

Es, por lo tanto, un demonio muiy antiguo. Que reúne, por su origen, la crueldad salvaje, casi inocente de su madre diablesa, con la maldad inteligente y controlada de un hijo de hombre, creado para el bien y para el mal.

Al demonio Asmodeo me lo encontré desafiando al rey Salomón, que se vio obligado a exigir su ayuda para construir el Gran Templo de Jerusalén. En efecto estaba prohibido por las Escrituras construir un sagrado símbolo de la paz, como el Templo, usando instrumentos de hierro, el metal de la guerra por excelencia. Pero ¿cómo partir las piedras para construir sin usar herramientas? Salomón necesitaba el Shomir, que en algunas versiones de esta historia es una piedra capaz de partir rocas y metales, y en otras es un gusano. (Prefiero al gusano.)

Benaia, el más valiente de los generales de Salomón, logra dominar a Asmodeo y traerlo a su presencia. Y a través de Asmodeo, el rey obtiene el Shomir.

Pero Asmodeo, en venganza, toma la forma del rey Salomón y lo reemplaza durante cierto tiempo en el trono, mientras el verdadero rey vaga como un mendigo en tierras extranjeras.

Pensé que un demonio tan importante debía haber tenido otras actuaciones registradas. Buscando, por casualidad, en una enciclopedia cualquiera, encontré esta frase:

ASMODEO: Demonio que, enamorado de Sara, mató a sus siete maridos (Tobías 3:7).

En esa simple frase había ya un cuento. Leí en la Biblia la historia de Tobías y decidí contar la parte que faltaba: las penas de la pobre Sara.

(tomado de http://www.imaginaria.com.ar)



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